Hoy se cumplen 10 años del fatal accidente aereo que costó la vida de Germán Sopeña, periodista ejemplar. Cada artículo suyo era una garantía. Serio, ameno, positivo...
A él le debo mucho de mi amor a la Patagonia.
Que disfrutes los infinitos paisajes, Germán. Sin haberte conocido, muchos te recordamos con cariño.
anochecer en El Chaltén. © Enrique F. Ivern |
Nunca se ve más lejos que en el Sur
Germán Sopeña
Esta crónica, publicada en este diario (La Nación) el 20 de diciembre de 1996, refleja el amor que su autor, viajero incansable, tenía por la Patagonia, a la que le dedicó muchos de sus escritos.
Amanece sobre la ruta 40, en marcha solitaria entre el lago Argentino y el lago Viedma.
Los colores se prestan más para la pintura que para la foto. Nubes rojizas de formas alocadas por el viento. Brillos dorados en las curvas del río La Leona, en esa hora inmejorable para circular por el corazón de la Patagonia austral. Y, a lo lejos, en un día claro, los filos de la Cordillera, que va cambiando de tonalidades a medida que recibe el sol de frente que se eleva en el Este.
Rara vez se cruza un auto o un camión. Allí es cuando se tiene verdadera dimensión de la inmensidad de uno de los territorios menos poblados del mundo.
Repentinamente, una manada de guanacos rompe la quietud de la mañana. Los vemos desde lejos, cruzando a paso calmo el camino de ripio que, para ellos, no marca diferencia con el entorno ralo y de color terroso.
Poco más adelante, un grupo de ñandúes patagónicos -choiques- corre acompasadamente por la meseta. Se asustan por la cercanía del auto y aceleran la marcha, para desviarse sorpresivamente hacia un costado y desaparecer en una lomada.
Es la Patagonia. Y estamos en uno de esos lugares del mundo donde se tiene la indefinible sensación de saber que allí hay algo singular y atrapante en el horizonte.
No se trata sólo de la soledad, las distancias, las montañas, los lagos, el mar o los hielos eternos. Es todo el conjunto a la vez el que hace de la Patagonia una tierra única, con la que sueñan aún quienes no la conocen porque saben que allí se esconde un misterio de la naturaleza.
La ruta 40 es larga. Muy larga, en verdad. Y también reserva rincones maravillosos miles de kilómetros más al Norte, donde recorre valles fértiles, alturas imponentes -4500 metros de altura en el Abra del Acay, en Salta- y poblaciones que figuran entre las más antiguas del país.
Pero es en la Patagonia donde está radicada su personalidad esencial. Como ningún otro camino del país supo adquirir el carácter de la naturaleza que la rodea.
Paramos en el camino en alguna estancia de las que hacen las veces de verdaderos oasis de la Patagonia. Se ven desde lejos. Aparecen en el horizonte como una mancha verde que se agranda de a poco. Es el monte de álamos que sirven allí como la barrera ideal para el viento y permiten la vida de humanos y animales alrededor de cascos de estancias a las que sólo ahora comienza a llegar el teléfono.
Hay estancias pequeñas convertidas en modernas hosterías, como la de la familia Cramer, en la extraordinaria península que separa al lago Posadas del lago Pueyrredón.
Y están las enormes estancias del pasado y ahora del futuro, como la de los Benetton en Chubut, la estancia Leleque, con estación de ferrocarril en su propio interior, miles de árboles antiguos y otros tantos recién plantados que indican lo mucho que hay por hacer en esta tierra donde todavía pocos argentinos apuestan a sus propios sueños.
Pero también hay meritorios esfuerzos de pequeñas dimensiones -y por eso más dignos de mención todavía- bajo la forma de cabañas para veraneantes, servicios para turistas de todo tipo y la producción agropecuaria en menor escala como la de dulces o frutos de los bosques andinos en valles como el de El Bolsón, hoy injustamente herido por el hantavirus.
Sólo más arriba comienza la Patagonia más poblada -que es casi una manera de decir porque igualmente se tiene la sensación de inmensidad-, cuando se llega a Bariloche y sus alrededores.
Y se explica que uno encuentre allí algo más de pobladores estables. Se suceden en corta distancia lagos, valles, regiones donde llueven hasta 1000 milímetros por año cuando a pocos kilómetros al Este sólo llueven 80 milímetros anuales.
Allí encontramos caminos tan atractivos como el de los Siete Lagos entre Villa La Angostura y San Martín de los Andes. O el magnífico Paso Córdoba, entre quebradas y cañadones de extraordinaria belleza. Y ni hablar del paso por la pequeña Villa Traful, al borde de ese lago encantado del mismo nombre. Por si fuera poco, aparece el Lanín en el horizonte. Inconfundible, triangular, mágico como todos los volcanes, apagados o en actividad. Y hay que detenerse en la región para subir hasta donde nos den las piernas.
La variedad de paisajes está a la par de los miles de kilómetros recorridos. La Patagonia es tan inagotable como su fama, que crece a nivel mundial, al punto de que ya es un sello propio comparable al de los sueños que despiertan nombres como California, Siberia o la Polinesia, por ejemplo.
No hay mejor descripción para esa sensación única que la nostalgia inconfundible que invade al espíritu cuando uno deja el lugar.
Se dice en el sur de la Patagonia que si uno come el fruto del calafate siempre regresará al lugar.
Pero, en verdad, ni siquiera hace falta esa prueba. Quien va una vez volverá por sí solo.
© La Nacion
SIEMPRE TAN LINDOS TUS RELATOS! GRACIAS POR EL RECUERDO DE GERMÁN SOPEÑA. MI ÚLTIMO REGALO A ROBERTO FUE UN LIBRO SUYO,YA QUE ÉL AÑORABA LA PATAGONIA, DONDE VIVIÓ SUS PRIMEROS AÑOS. GRACIAS DE NUEVO. CARIÑOS. MEC
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